Retorno al jardín

Acompáñame al jardín, le digo, necesito averiguar algunas cosas. Mientras mi boca articulaba esas palabras crecía en mí la certeza de que esa invitación no era una buena idea. Cuelgo el teléfono y me pongo a recordar que la última vez que fui al jardín también lo invité. Aquella vez estaba cerrado, nos quedamos los dos afuera mirando el letrero o, más bien, el papel escrito con lápiz pasta, que informaba que, por remodelaciones del museo anexo al jardín, no habría visitas después de las dos de la tarde. No pude averiguar nada ese día. Pero estaba ahí con él para conversar. Quizás podría entrar en sus ojos y averiguar las cosas que necesito saber. Quizás no necesitaba el jardín para entrar al jardín.

Por lo menos una vez a la semana mi mamá y yo almorzamos en Providencia. Vamos a un restorán, comemos lo de siempre, no siempre hablamos. Hoy es distinto, tengo que hablar con ella. –Tomé un ramo en la universidad donde escribimos sobre nuestras visitas a algún lugar, yo elegí el jardín de San Francisco –le digo -Ya –responde. Le cuento que para el próximo trabajo necesitamos encontrar los recuerdos que envuelven a los lugares y que por eso necesito hablar con ella -Así que almorcemos, ¿puedes?Por supuesto, a la una en la Pizza Napoli, que sólo ahí venden arroz blanco y estoy mal de la guata.- Santiago es un infierno. No creo necesario repetir lo que ya todos han dicho sobre la ciudad de cemento y el sol. Llego al restorán, me siento donde siempre, qué bueno que está libre uno de nuestros puestos favoritos. Conocemos a todas las camareras del lugar, hoy me atiende una muy joven que llegó hace poco. Sus labios están pintados de un color tan profundamente rojo que ya desde lejos uno puede sentirla cerca. Trae individuales y cubiertos para dos, también pan y mantequilla en bolitas. -¿Me puede traer ají? –Su cara comienza a enarbolar una pregunta –Rojo, ají rojo en crema, por favor- aclaro. La camarera de labios rojos va por el ají rojo mientras yo espero solo en una mesa para dos. Como de costumbre, se equivoca y trae el ketchup. Se devuelve por el ají verdadero; mientras la veo alejarse diviso a mi mamá entrando.

Decidimos dar la vuelta a la iglesia y seguir la calle de adoquines en busca de un lugar tranquilo. No fue sino hasta que volvimos y miré hacia el suelo que se me ocurrió pensar que era imposible que ese camino diera a un lugar tranquilo si algunos adoquines habían sido reemplazados por piedras con nombres de desaparecidos en dictadura, apresados o matados en esa misma calle. Muchos eran más jóvenes que yo, una tenía el nombre de su madre. Encontramos unos bancos de madera y nos sentamos a conversar. Era extraño hablar ahí, había edificios antiguos rodeando la pequeña plaza donde estábamos y las ventanas eran como ojos observando el desenlace de la tarde. Recuerdo que lloré. Me dijo que no podía darme la relación que yo necesitaba. Cuando intenté, horas más tarde, explicarle a mis amigos qué le había dicho en respuesta, me vi enredado en mis recuerdos, mis planos estaban totalmente superpuestos. Sé que le dije que yo siempre había pensado que los problemas se resuelven, que las relaciones no se acaban por cosas como ésta. El día anterior le había dicho que yo le daba muchos motivos para estar triste (mi pasado, mis responsabilidades en la universidad, mi familia que no lo deja ir a mi casa) y que no podía recordar un mes en el que no hubiéramos tenido alguna pelea. Sean las que hayan sido, mis palabras lo hicieron abrazarme con ternura. Volví a llorar. Estábamos bien. No había averiguado nada sobre el jardín de San Francisco. Tendría que volver otro día.

¿Sabes a qué se refería mi papá cuando me dijo que teníamos una conversación pendiente? –le pregunto. –Supongo que quiere hablar contigo sobre todo esto. –El día anterior me habían negado la posibilidad de llevar a Daniel a mi casa una vez más. Mi papá se había ido de viaje a Bélgica y mi hermano estaba en la playa por el fin de semana, es decir que ninguno de los que más se oponen a mi relación estaría presente para la fecha en que había pensado invitarlo. –Tú sabes que es algo complicado para nosotros. Tú sabes que creemos que está mal, no podemos hacer nada que avale tu relación. Si fueran amigos no habría problema. No es algo personal contra ustedes, contra ninguno de los dos. –Yo le digo que entiendo todo eso, pero que alguna vez tendrán que hacerse cargo, que están alimentando un conflicto silencioso, que qué pasaría si terminara con Daniel por esto, cómo se sentirían en ese escenario. Mi mamá está inquieta, tiene pena. Llega su arroz blanco con pollo a la plancha. Yo pedí lo mismo. Es un buen lugar acá, traen la comida rápido. Lo comemos con tranquilidad, a nuestro alrededor la sala está llena de gente. Me trato de preocupar de los objetos, de lo que envuelve a este momento. Pienso en el jardín mientras vierto un aceite de oliva muy verde sobre el tomate de mi plato. Se parece al agua de la fuente que está en su centro, siempre sucia pero con peces. Aparte de este recuerdo, no puedo sentir nada más. Está bien pensado este restorán, es agradable, sencillo y sin distracciones, te hace comer directamente, sin rodeos, para ceder tu mesa al próximo cliente. –Esto es difícil para mí, todos hacemos sacrificios. Tú sabes que estoy de acuerdo con tu papá, pero también sabes que haría las cosas distinto. – Yo ya no quiero hablar más sobre esto. Me dan ganas de grabar todo para mostrárselo a Daniel, para que vea cómo son las cosas, que entienda que realmente no puedo combatir a mi familia, que no es que no quiera hacerlo, que escuche cómo nos defiendo y se enorgullezca de mí. –Tuve problemas con Daniel por esto. Él siente que los justifico, me dijo que no puede estar con alguien que justifica algo así. No me pide que las cosas cambien, sólo quiere sentir que estoy convencido de que la actitud que ustedes tienen está mal. -¿Y tú qué le dijiste? Que no los justifico. Pero que crecí con ustedes y que son parte de mí. – Surge el jardín en mi memoria. Surjo yo como una semilla en el jardín de mi casa, como un árbol al que podaron y que tiene cicatrices de árbol.

Llegamos al jardín, esta vez está abierto. Estar con él sin duda hará más difícil la labor de averiguar para mi trabajo, pero nuestra relación pende de un hilo nuevamente y necesitamos conversar. Finalmente lo va a conocer, le he hablado tanto de este lugar, se lo he contado, ha escuchado los pájaros que grabé, ha leído mis trabajos para mi ramo de universidad. Después de pagar el aporte voluntario obligatorio de quinientos pesos, lo llevo hasta el centro del jardín. No quiero que aparezca nadie a quien sería útil entrevistar para no distraerme. Me he engañado al venir acá, sé que no haré ningún esfuerzo por obtener un poco de información sobre este lugar. Estamos sentados junto a la fuente, me dice que siente que justifico a mi familia, que si eso no puede cambiar él no lo va a poder soportar. Me dice que me habla consciente de lo vivido, lo reído, lo llorado y lo amado. Yo estoy algo aturdido, pensaba que estábamos bien. La noche anterior habíamos discutido porque no quería pasar la noche en su casa, mi familia me ha pedido que trate de no hacerlo y yo hago lo posible por distribuir mis tiempos entre ellos y mi pololo. Dos noches seguidas era demasiado. Aparece el jardinero, es justo al hombre que necesitaba para mi trabajo, él ha cuidado este lugar por más de veinte años, sabe cómo se llaman los pavos reales y los gallitos, sabe cuántos años tienen los peces de la fuente y cómo cuidar a cada una de las plantas. Cuando planeaba esta visita hice una lista mental de qué preguntas sería interesante hacerle, como por ejemplo qué tipo de personas visitan el lugar, si vienen parejas, qué otros animales han tenido, si conoce a los franciscanos, si rezan en este lugar. En ese mismo momento esas preguntas empezaron a volarse de mis manos, ya no tenían propósito, parecían ridículas al lado de la catástrofe que tenía en mis hombros. Los ojos de Daniel, las puertas a mi jardín más verdadero, se estaban cerrando. Una mujer muy joven se acerca corriendo a saludar al jardinero. Le hace muchas preguntas sobre cómo ha estado el jardín, sobre cómo ha estado él. El jardinero le comenta los nombres de los pavos reales, yo los olvido en ese mismo instante.

-¿Te acuerdas cómo fue ese día que me llevaste al jardín de San Francisco? –Sí, lo recuerdo. Tú tomabas clases de piano en esa casa antigua y oscura que a mí me producía mucha angustia. Yo estaba en la oficina y te imaginaba ahí, tenías que esperar horas entre una clase y otra. Un día no lo pude soportar, compré unos pancitos y unos jugos, inventé una excusa en la oficina y salí a buscarte. Te dije que te llevaría a un lugar secreto porque a los niños les gustan esas cosas. Supongo que quería darte el mensaje de que siempre que estuvieras en un lugar oscuro podías ir a otros lugares que te hicieran más feliz. Una vez había hecho algo parecido, te fui a buscar después de gimnasia, ¿te acuerdas? –No, no me acuerdo. Pero, ¿cómo estaba yo? –Tú estabas en una edad en la que te estabas diferenciando de los otros niños, estabas muy inquieto y curioso y surgió esto del piano como una novedad… -¡No! ¿cómo estaba en el jardín? –Ella entiende mi pregunta y hay entonces un silencio. Daniel se levanta de mi lado, me pregunta hacia dónde está la Alameda, nos despedimos y dejamos atrás la fuente. Dos días después nos prometeríamos intentar solucionar nuestros problemas. Toco con la cuchara el borde enlozado de la taza de café, el sonido hace que mi mamá me mire fijamente: –Estabas feliz.

on 13:26

3 comentarios:

Anónimo dijo...

... me entristece mucho tu conflicto... y creo que sabes que sea la que sea tu decisión va a doler a una mitad de ti, porque dudo que aquí puedas elegir poco más que blanco o negro.

Pese a todo me alegra poder leerte.

firma: pescado

patricio mujica dijo...

acabo de encontrarme con esto. cresta.
y uno tan lejos.


como siempre, gracias. gran abrazo :)